Las más excluidas
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Hace apenas tres años, la Asamblea General de las Naciones Unidas declaró el 15 de octubre como Día Internacional de la Mujer Rural debido a una resolución introducida por Mongolia y apoyada por China, Ghana, México, Panamá y Macedonia. Sin embargo, es desde la Cuarta Conferencia Mundial de la Mujer, realizada en Pekín en 1995, que se estableció esta fecha, justo antes del Día Mundial de la Alimentación, con el objetivo de reconocer el papel de las mujeres en la producción de alimentos y la seguridad alimentaria, para llamar la atención sobre las condiciones de desigualdad y exclusión en que viven las mujeres del campo y examinar las consecuencias que estas desigualdades tienen en la reproducción de la pobreza.
Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), en el mundo hay más de 600 millones de mujeres rurales, en su mayoría agricultoras y dos terceras partes de la población analfabeta en el mundo, son también mujeres rurales.
En México, de acuerdo con el INEGI cerca de 13 millones de mujeres viven en zonas rurales, de las cuales 25.6 % vive en localidades de menos de 2 mil 500 habitantes, lo que las coloca en un mayor rezago con respecto a las comunidades de mayor tamaño; se calcula que cerca de 3 millones de ellas son analfabetas.
Lo que estos datos reportan nos dan una idea del tamaño del problema, pero si además los cruzamos con la información sobre el acceso a la salud, al agua, la alimentación, el número de hijos, la propiedad de la tierra, la toma de decisiones, la migración, y muchos otros, es entonces que entendemos la dimensión del abandono y exclusión en que las mujeres rurales viven.
Las mujeres del campo mexicano son las más pobres entre los pobres; viven en comunidades que han sido abandonadas por los varones que han migrado; en la mayoría de los casos, sin ser las propietarias de las tierras, tienen que cultivar el campo y tratar de subsistir con sus hijos, que pueden llegar a ser hasta seis, debido a las elevadas tasas de natalidad, al desconocimiento total de sus derechos sexuales y a la inaccesibilidad a servicios de salud, que además las llevan a sufrir las más elevadas tasas de mortalidad materna en el país.
Ellas, las más excluidas, son madres siendo físicamente unas niñas, pero mental y culturalmente son unas mujeres que deben ayudar a sus esposos, vecinos o familiares en las faenas del campo de sol a sol, sin recibir pago, además de ser las responsables del trabajo doméstico y del cuidado de las personas que requiere de muchos mayores esfuerzos que en las zonas urbanas si consideramos que en promedio tienen que caminar tres horas para llevar agua a su casa, cocinar sobre piedras con leña que deben recolectar y que sus casas tienen pisos de tierra.
Las mujeres rurales no tienen voz ni voto en las decisiones comunitarias ni familiares, difícilmente acceden a créditos y sólo son beneficiarias de políticas asistencialistas que reproducen los roles de género que las han colocado al cuidado de los demás.
Son víctimas de violencia y trata, pueden ser vendidas por sus propios padres y muchas migran a las ciudades, donde son explotadas laboralmente y discriminadas.
Las mujeres del campo, en su mayoría no se saben sujetas de derechos y los avances en éstos aún no les llegan.
Las múltiples tareas que las mujeres realizan en el campo juegan un papel fundamental en la producción, procesamiento y preparación de alimentos, así como en la preservación de la biodiversidad, que son factores clave en medio de la crisis alimentaria mundial que estamos enfrentando.
Por ello, es urgente replantear las políticas dirigidas al campo y desarrollar estrategias con perspectiva de género que tengan en cuenta el papel, las responsabilidades y los derechos de los hombres y las mujeres. Sólo con políticas que estén pensadas en una población integrada por hombres y mujeres que
viven en condiciones desiguales, podremos aspirar a una sociedad más justa y equitativa.